Siempre fui pintor de clóset. Desde la secundaria. Por una décima en mi promedio general (7.9) no pude entrar al bachillerato artístico del INBA, pedían promedio de 8. Fue mi primer encontronazo con un sistema cerrado al que aborrecí con fiereza de adolescente. Por mi cuenta seguí aprendiendo de libros. En los ochentas no había tutoriales de Youtube. No había ni celulares. Para la clase media baja no había esas cosas. Tomé talleres, cursos y mucho alcohol. Intenté escribir algunas cosillas sin importancia, vi algo de buen cine y leí un poco. También tuve una breve y frustrada actividad delincuencial. Robo de libros y un intento fallido con un vochito y algo después un camión. No tuve ni la pericia ni la sangre fría requeridas para triunfar en ese rubro. Irremediablemente tuve que darme cuenta de que la pintura me miraba desde el rincón al que la eché. Y quizás fue lo mejor. La academia no siempre es la cosa más sana. También suele ser parte de un sistema cerrado e intransigente. Y así, fui campechaneando oficios, hasta que en el 2017 por fin dejé que el arrebato pictórico me arrastrara a vivir como él quería que viviera. Casi llegando a los cincuenta comencé a medio relacionarme con el medio. No me perdí de mucho. Comencé exponiendo y vendiendo mis piezas en el Jardín del Arte de San Ángel. Poco después en Tepoztlán Morelos, donde vivimos mi esposa, un gato, una gata, dos perritas y yo.
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